Hoy en día se escucha con bastante frecuencia tachar a muchas personas de “inmadurez afectiva”, sin ofrecerles a las mismas ni un concepto claro, ni un arquetipo que refleje la tan mentada madurez. Entre esto y nada, hay poca diferencia, porque en la educación de la personalidad es esencial la vía de la ejemplaridad y de la imitación. El trabajo psicológico, afectivo y moral es, en gran medida, un proceso imitativo, como el que realizan los niños al observar a sus padres (para bien o para mal). La madurez afectiva no se logra si no se recibe la inspiración de un paradigma atractivo, firme y seguro, en el que se aprecie lo que el discípulo aspira a materializar en sí mismo.
Estas páginas responden a la inquietud de quienes desean encontrar un modelo inequívoco de madurez afectiva y psicológica. Considero que Jesús, el divino maestro, también es modelo incomparable en este aspecto tan delicado. Alejandro Roldán, en un viejo y conocido estudio de caracterología, hablaba de la “belleza masculina de Cristo” y del “aspecto varonil y majestuoso del Salvador (…) dosis de masculinidad tan acertada y tan en su punto (…); el hombre perfecto, que posee en su difícil medida y proporción el preciado don de la masculinidad”. Indudablemente, Él “manifiesta plenamente el hombre al propio hombre” y “le descubre la verdad sobre el hombre”, y por eso “quien contempla a Cristo (…) descubre también en Él la verdad sobre el hombre».
Y para esta tarea, los Evangelios, tan parcos para describir los rasgos físicos de Jesús, nos ofrecen, sin embargo, numerosos trazos psicológicos de su rica personalidad. En tales escritos nos proponemos penetrar para esclarecer, al menos un poco, según la modesta medida de nuestras luces personales, el gigantesco misterio de la afectividad del Maestro.
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